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La libertad por puntos

Por Carlos Rodríguez Braun, catedrático de la Universidad Complutense (ABC, 30/06/06):

EL carné por puntos, que entra mañana en vigor, es un símil de la libertad, que ya no es concebida como previa a la política y la legislación, como algo que sólo se debe reconocer. La libertad es ajena, y el poder nos la concede como los doce puntos en el carné de conducir. Podemos usarla conforme a sus criterios y, como no es nuestra, no hay ningún problema en que nos la arrebate.

El tráfico padece dos manipulaciones: se nos dice que cada vez hay más víctimas y que no hay accidentalidad sino intencionalidad. En realidad, cada vez hay menos víctimas, incluso si las medimos en términos absolutos. Los muertos en accidentes de tráfico en España están disminuyendo desde 1989. Según las estadísticas de la propia DGT (www.dgt.es), ese año hubo 7.188 muertos, y en 2004, último año del que la DGT da cifras definitivas en su web, hubo 4.741. Si el número absoluto de muertes ha bajado, la reducción relativa ha sido más pronunciada: en 1989 hubo cinco muertos por cada 10.000 vehículos, y en 2004 hubo dos.

Aquí sería fácil replicar que en todo caso el número de muertos es elevado. No lo discuto. Lo que discuto es que las autoridades quieren recortar nuestra libertad argumentando que el problema se agrava: jamás nos dicen que se resuelve, y sin necesidad del carné por puntos.

Sobre la intencionalidad ha dicho Pere Navarro, director general de Tráfico: «No llamemos accidente, como si fueran precipitaciones meteorológicas, a las muertes causadas por una conducta dolosa, netamente delictiva, de un conductor que no respetó las normas».

No respetar las normas no es un delito. Un delito requiere el propósito de dolo, de dañar. Si yo bebo y supero la velocidad máxima, no soy por ello necesariamente un delincuente. Por cierto, a la par que bajan los muertos y heridos en calles y carreteras, casi todo el mundo circula por encima de la velocidad máxima permitida. Se ha estimado que el encarcelamiento de quienes vayan a 90 km/h en la ciudad representará 80.000 nuevos presos: me parece poco. Mientras se sospecha siempre de las personas libres -incluso se pretende impedir que las partes implicadas en los accidentes de tráfico lleguen a acuerdos-, la ley deja de ser amparo del ciudadano y pasa a ser una espada de Damocles que pende sobre él: no lo protege, sino que lo amenaza. Y no amenaza sólo a los criminales: la DGT quiere convertir en delincuentes a personas que ni dañan ni quieren dañar.

La retórica antiliberal se presenta siempre con formas dramáticas. Un periódico español se refirió a la «amarga estadística que ha convertido al coche en la primera causa de muerte entre los menores de 35 años […] una tremenda carnicería que la sociedad parece asimilar con aparente impasibilidad, como si fuera un tributo al coche, dios-máquina por excelencia». Aquí están los ingredientes del pensamiento único, con el fetiche de la culpabilidad, porque por todas partes se puede ver «al más tranquilo padre de familia cometer infracciones mortales sin inmutarse». ¿Infracciones mortales sin inmutarse? Obviamente, si la gente es idiota o asesina, no puede ser libre. El diario seguía esa lógica con un lenguaje increíble y apocalíptico: el hombre es «un mutante que reclama a gritos más educación, mayor sensibilización para gobernar su doble naturaleza humana y motorizada que puede causar indecible destrucción».

La represión y la vigilancia completa devienen imprescindibles. Nadie sospecha que aquí subyazca totalitarismo alguno, sino que, como dijo sin inmutarse el ministro José Antonio Alonso, «la sociedad da un crédito al ciudadano». La sociedad es aquí la que manda, es decir, manda la política en su nombre. Los ciudadanos no mandan ni tienen nada, y mucho menos tienen libertad, que es algo que se les concederá desde el poder. Si no se portan bien, deberán «seguir cursos de reeducación». Nadie parece percibir que esto equivale al viejo planteamiento marxista/fascista de que «el hombre es del Estado». Y nunca se destaca que han bajado los accidentes. Lo que sí se proclama y repite es la urgencia de reprimir al terrible ser humano libre: «La domesticación del Homo automovilis no ha hecho más que empezar». Impresionante lenguaje que abiertamente identifica al ser humano con los animales. ¿A quién le puede sorprender la reacción simétrica de pedir libertad y derechos humanos para los monos?

Contra quienes lo acusan de represor, Pere Navarro alegó: «Sólo buscamos sacar de la carretera a los hooligans». Lo dijo al explicar que una infracción no basta para que perdamos todos los puntos y nos quiten el carné. Las conductas temerarias o dolosas de minorías contumaces siempre han sido combatidas atendiendo sólo a las víctimas de las mismas (o víctimas probables en el caso de imprudencia temeraria) y castigando sólo a los culpables. Pero la corrección política parece avalar en el tráfico la vieja estrategia de Herodes, que por matar a un niño mató a todos. Se exagera la culpabilidad de los ciudadanos libres hablando de «violencia vial» e incluso de «terrorismo vial». Ahora bien, cuando se trata del terrorismo de verdad, todos consideran razonable ponderar las incursiones del poder contra la ciudadanía, y reclaman un equilibrio entre seguridad y libertad. En cambio, a la hora del disparatadamente denominado «terrorismo vial», esas cautelas se mitigan o desaparecen.

No se piensa en una antigua regularidad de órdenes complejos como la sociedad humana: las consecuencias no deseadas. La represión puede llevar a la retirada del carné; la consecuencia prevista y deseada de esto es que la gente sea «reeducada», pero la consecuencia no prevista ni deseada puede ser fomentar la ilegalidad y que aumente el número de personas que conducen con detectores de radar no autorizados, o directamente sin carné.

Típicamente, en las últimas semanas las autoridades han propagado mensajes de moderación. No va a haber encarcelamientos masivos, aseguran. Estoy convencido de que no los va a haber: pensar que un gobierno negociará con ETA mientras persigue a inofensivos conductores es pensar que los políticos no son sólo antiliberales sino imbéciles, y esto último es falso. Pero de todas formas el asunto no es baladí. El poder busca legitimarse con nuestro aplauso, y para lograrlo debe tornar incuestionable su acción porque las cosas irremisiblemente empeoran si somos libres, ya se trate del tráfico, la pobreza o la contaminación. Al final, se acosa a los conductores, a los fumadores e incluso a los gordos, y todos lo celebramos, porque es por nuestro bien, porque no se nos puede dejar solos. Si las cosas mejoran, se dirá siempre que es gracias a la intervención pública. Y si la represión ostensiblemente fracasa o incluso empeora la situación, como con las drogas, la única explicación posible es que no ha sido suficientemente intensa.

No se trata sólo de quitarles más dinero a los ciudadanos, que también. El poder y el pensamiento único nos bombardean con letales falacias para convencernos, en el tráfico como en todo lo demás, de que la libertad no es nuestra, que hacemos mal uso de ella, y que no nos la merecemos. Por eso nos concederán unos puntos, y nos vigilarán. Naturalmente, no podemos criticar: como el objetivo del Gobierno es bueno, si criticamos al Gobierno en realidad somos unos perversos que no compartimos el objetivo. Para colmo, el poder, comprensivo y abnegado, no nos arrebatará de entrada todos los puntos que deberíamos perder, y no nos tratará todo lo cruelmente que podría: ¡deberíamos darle las gracias!

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